La víctima y el victimista

Ser víctima es una cuestión de relevancia en el siglo XXI. Sus formas conceptuales son tan diversas, que van desde ser considerada una lamentable situación que no se le desearía a nadie, hasta ser una herramienta de imagen pública que posee sus propias metodologías. Pero independientemente de todo el formalismo filosófico, psicológico, político, jurídico y sociológico que envuelven al concepto, hay dos afirmaciones tan intuitivas que parecen estar codificadas en el ADN humano: ¡Las víctimas son buenas!, ¡Los victimarios son malos!

El propio concepto de víctima implica la desafortunada circunstancia de haber sido dañado u ofendido por un hecho. Ese hecho puede ser un acontecimiento natural fortuito sin ningún tipo de responsable, como también podría ser un acto proveniente de una persona, quien independientemente de si obró voluntariamente o no, cargará implícitamente con el estigma de ser llamado victimario.

El proceso mediante el cual una persona se convierte en victimario al tiempo que transforma a otra en víctima se denomina victimización; y a la forma en que una víctima se autoidentifica o se asume en ese rol como alguien que ha sido dañado u ofendido se le llama victimismo. Cada uno de estos conceptos dependen sustancialmente de la determinación de lo que es una ofensa o un daño.

En materia criminal la ley define quien es víctima. Pero más importe aún, define que lo único que puede ser considerado “ofensa” son básicamente las conductas que se encuentren tipificadas como antijurídicas, es decir, los delitos.

Pero el concepto de víctima trasciende lo jurídico. Su rol y todo lo que esto envuelve es principalmente invocado en el plano social. Y ahí inician todas las incertidumbres que suelen acompañar al tema, pues la Real Academia Española (RAE) define el verbo “ofender” como: “humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos”, y al verbo “dañar” como “causar detrimento, perjuicio, menoscabo, dolor o molestia”.

Ambos verbos (ofender y dañar) incluyen la autopercepción subjetiva humana. De manera que, en aquellas ofensas o daños que no cuenten con un referente legal para objetivar quien es víctima, está calidad dependerá de si la persona “siente” que ha sido perturbada lo suficiente para asumirse o autoidentificarse como tal.

Es decir, que mientras en materia criminal la calidad de víctima inicia con una ofensa descrita en las leyes como antijurídica y cometida por el victimario que inicia el proceso de victimización, en el ámbito social -donde la ofensa no está definida- el rol de víctima se asume en el momento en que, en un proceso introspectivo, la persona se ha auto percibido como afectada. Este último proceso es el victimismo y, en él, no importa la naturaleza de la conducta del presunto victimario.

El victimismo como concepto es generalmente utilizado en forma peyorativa. Principalmente cuando una persona se auto percibe como afectada de conductas que para los demás no son necesariamente lesivas.

Sin embargo, es necesario destacar que los niveles de susceptibilidad que puede mostrar una persona podrían ser involuntarios, pues existen condiciones psicológicas, neurológicas y psiquiátricas que pueden hacer vulnerable e hipersensible a una persona ante situaciones que generalmente no producirían ninguna molestia.

Esas condiciones de vulnerabilidad, sumadas a falta de oportunidades de tratamiento y falta de formación en manejo de las emociones, comúnmente provoca que millones de personas se auto perciban involuntariamente como víctimas de conductas que ni siquiera podrían considerarse microagresiones. Pero esos mismos factores pueden provocar que esas personas reaccionen con una respuesta agresiva instintiva ante lo que, en su percepción alterada, ven como un gran daño u ofensa.

Por otro lado, tenemos a otra “víctima” que llega a serlo mediante el mismo proceso de victimismo. Esta también se auto percibe como ofendida o dañada por una conducta que para los demás no es necesariamente lesiva. Sin embargo, no posee ningún factor psicógeno que condicione su percepción sobre lo que es una agresión en cualquiera de sus niveles. Este es el victimista, la falsa víctima, aquel que estando consciente de que no ha sido ofendido ni dañado por una conducta, elige intencionalmente actuar como ofendido.

El victimista es el responsable de la percepción negativa que se tiene sobre el victimismo. Su postura ha sido satirizada con la expresión textual: “modo vístima activado”[sic]. Pues cualquier persona que alegue sentirse ofendido por una conducta que para terceros no parece lesiva, será visto a primera impresión como un simulador.

Pero ¿por qué existe el victimista?, ¿por qué alguien querría simular ser víctima?, y ¿por qué los terceros se apresuran en concluir que una persona sentida por una ofensa que, aparentemente no es lesiva, está simulando ser víctima? Las tres preguntas tienen la misma respuesta: porque ser víctima o mostrarse como tal trae beneficios.

Uno de los mejores beneficios es no asumir la responsabilidad de nada. Siempre habrá un tercero culpable para todos los padecimientos auto percibidos. La sociedad, el sistema, el Estado, la cultura, el patriarcado, el machismo, la heteronormatividad, el capitalismo, la religión, satanás, la naturaleza, la voluntad de Dios, el karma y el sistema educativo, son algunos de los victimarios fantasmas más usuales para evitar asumir la responsabilidad de sus vidas, sus acciones y sus fracasos.

Otro beneficio, es que inherentemente a la condición de víctima se define al victimario, quien recibirá todo el estigma que naturalmente acompaña a un opresor. Y cualquiera que manifieste la osadía de evidenciar al victimista incurre en una “revictimización”, convirtiéndose nueva vez en el victimario que ofende y daña a la pobre e indefensa “víctima”.

Este método se utiliza y funciona porque crea una conexión emocional con los terceros observadores. En ellos nace lástima, empatía y condolencia hacia el ofendido (víctima), al tiempo que despierta desdén, rechazo, desprecio, e incluso odio hacia el ofensor (victimario).

Y ahí radica el beneficio más importante de hacerse pasar por víctima: despertar en la psique de los observadores un sentido de empatía emocional que los hace más receptivos, más confiados y más propensos a tomar decisiones sobre la base de esas emociones.

Por ello el victimismo deliberado constituye una forma de manipulación que se aprovecha de la consciencia de quienes se conduelen y que, bien implementado, podría controlar la percepción colectiva de una nación. Situación bien conocida por los expertos en asesorías de imagen y campaña, quienes han llegado a utilizarla como herramienta política y publicitaria.

Este el mecanismo psicológico que yace detrás de la efectividad histórica del materialismo dialéctico, aquel que surge entre el oprimido y el opresor, donde los terceros observadores siempre apoyarán a quien aparente ser el primero. Solo tiene un punto débil, y es que el tercero puede librarse de la manipulación si aprende a controlar sus emociones frente a supuestas “víctimas” que aleguen serlo de situaciones no comprobables.

De no hacer esto, queda latente el peligro de que el victimista pueda ocultar oscuros propósitos detrás de esa máscara. Pues todo lo que hace una “víctima” será considerado bueno o justificado. Y en nombre de esa bandera se ha visto cómo se sesgan los juicios al punto de premiar lo malo si proviene de una “víctima”, y satanizar lo bueno si proviene de un “victimario”.

Ese tipo de distorsión en que se pierde la habilidad de distinguir lo bueno de lo malo, corroe el sentido moral de los pueblos, reduce su dignidad al servilismo, y los convierte en marionetas de las volátiles emociones que algún titiritero haga nacer.

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